Sociedad

Quedó en silla de ruedas a los 9 años y su mejor amigo es un perro adiestrado por presos

Empezó con una renguera pero terminaron descubriéndole un tumor. Tras la cirugía para salvarle la vida, no pudo volver a caminar.

Jueves 10 de Octubre de 2019

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10:56 | Jueves 10 de Octubre de 2019 | La Rioja, Argentina | Fenix Multiplataforma

Matías se deprimió, le dijo a sus padres que quería morirse, pero su vida dio un vuelco cuando conoció a Tango, un perro de asistencia entrenado en una cárcel.

Hasta ese día —el día en que su mamá notó que rengueaba— Matías había tenido una vida tranquila, divertida. Era un nene de 8 años, iba a la primaria y jugaba a la pelota por eso, al principio, creyeron que se había golpeado enun partido. Pero había algo extraño en esa renguera. Mati, como lo llama su mamá, no daba saltitos ni se quejaba del dolor: la pierna se había puesto rígida, “una especie de pata de palo".

La primera médica que lo atendió en Chivilcoy, donde viven, también creyó que podía ser una inflamación por un golpe y le dio un analgésico. “Pero pasaron dos semanas y nada, tenía la pierna cada vez más dura”, cuenta a Infobae Lorena Fernández, la mamá de Matías. Lorena tenía 37 años y era masajista pero su profesión quedó en pausa. En el largo suspiro que sigue del otro lado del teléfono se nota que aquella incertidumbre era sólo el comienzo de un drama que nadie era capaz de imaginar.

Un traumatólogo infantil de Chivilcoy diagnosticó una enfermedad llamada “Perthes” y dijo frases que hoy recuerdan como piñas: “Los huesos se van comiendo por dentro”, “lo tienen que tener como en una cajita de cristal porque se va a empezar a fracturar todo”. Matías salió del consultorio y lloró con el desconsuelo que sólo puede tener un chico al que le dicen que ya no va a poder volver a jugar.

“Veo fotos de esa época y lo único que veo es su carita de tristeza. Tenía 8 años y ya se le había venido el mundo abajo”, sigue su mamá. Su hijo estuvo un año y medio haciendo una terapia con una kinesióloga pero lo único que hizo fue empeorar.

“Estaba cada vez más cansado, se nos desplomaba por la calle”. Todo ese tiempo tuvo que pasar para que el médico empezara a asumir que estaba mal diagnosticado. “Cuando lo tuvieron que operar de urgencia nos dimos cuenta de que ese mal diagnóstico podría haber terminado en una catástrofe”.

Pasó por un médico nuevo, por decenas de estudios de cadera, por una eminencia en traumatología infantil pero fue un neurocirujano, ya en la Ciudad de Buenos Aires, quien esperó a que el nene saliera al baño —a esta altura ya le costaba controlar esfínteres—, bajó la mirada y les dijo. Era un tumor trepando, como una serpiente al acecho, por el cordón medular. Había que operarlo de urgencia.

Nadie supo cómo decirle a Mati lo que estaba pasando y, aunque les recomendaron que buscaran rápidamente un psicólogo, no hubo tiempo. El nene, que había cumplido 9 años, lloró con furia cuando se dio cuenta de que le estaban mintiendo. También a Lorena le filtraron la gravedad de la situación.

La cirugía para “espatular” el tumor fue el 23 de julio de 2014. “Cuando terminó salieron y dijeron que había sido un éxito. Yo pensé ‘¿qué éxito, si mi hijo ya no puede mover las piernas ni hacer pis solo?’. Después entendí que el éxito era que hubiera salido de ahí con vida”.

En la cirugía cortaron vértebras y aseguraron las partes rotas con fierros. Pero dos semanas después de la cirugía pasó algo que desmoronó a todos: un pico de fiebre mostró que Matías tenía una infección. “En menos de una hora estaba adentro del quirófano otra vez”. Le sacaron los fierros que le habían puesto, empezó otro post-operatorio.

“Los gritos de Mati se escuchaban por toda la clínica. Para nosotros fue terrible, tomé dimensión del dolor que sentía cuando empezaron a darle morfina”. Se le entrecorta la voz cuando recuerda ese momento: “Alguien me dijo ‘levantale las ventanas que se te muere, pero de tristeza’. Sacalo a tomar aire, algo. Matías no comía, seguía bajando de peso, lloraba de dolor, nos decía que se quería morir, que lo ayudáramos a morirse”.

Alguien más que su padres, sin embargo, se quedó en esa habitación: “Mati había tenido una especie de regresión y se calmaba cuando le cantábamos canciones de cuna”, sigue su mamá. “Mi hermana, que es pediatra, se escondía debajo de la cama y se quedaba cantándole bajito cuando nosotros necesitábamos salir a llorar”.

Si bien había que esperar al menos dos años para estar seguros, con el correr de los meses fueron asumiendo que Mati no iba a volver a caminar.

Amor a primera vista

Matías D’Agosto estaba acostumbrándose a trasladarse en silla de ruedas cuando de una ONG de Chivilcoy llegó una invitación: ir a una demostración con perros de asistencia adiestrados por presos. Matías y su papá llegaron sin terminar de entender a qué habían ido pero todos vieron lo que pasó: aunque los perros adiestrados suelen quedarse firmes al lado de sus entrenadores, Tango se pegó a Matías.

“Algo sucedió entre ellos, hubo una conexión difícil de explicar”, cuenta a Infobae Julio Cepeda, que lleva 34 años trabajando en el Servicio Penitenciario Federal. Nada de la rigidez que se puede esperar de alguien que lleva tantos años trabajando en cárceles aparece cuando Cepeda habla de Matías y Tango. Se emociona cuando cuenta su historia, recuerda perfectamente la cara de ese nene “que sonreía pero tenía una sonrisa triste”.

Cepeda, que tenía un hijo de la misma edad que Matías, se acercó al papá del nene y le dijo que habían pensando en darle un perro de asistencia. Es decir, un perro que podía alcanzarle cosas que se le cayeran al piso, abrirle la heladera, ayudarlo a desvestirse, además de ser su compañero incondicional. El ofrecimiento no era menor: Mati había faltado un año entero al colegio, se había vuelto cada vez más ermitaño.

“Lo que me contestó el papá no me lo olvido más", sigue Cepeda. "Me dijo ‘no sé...capaz otro nene lo necesita más’. Ese hombre no sólo estaba pensando en su hijo, estaba pensando en otros chicos que tuvieran necesidades. Le vi la bondad y me convencí”, sigue y hace silencios largos al teléfono en un intento fallido de contener la emoción.

Pero había alguien que sí tenía dudas en darle un perro de asistencia a un nene tan chiquito: la hermana Pauline Quinn, una monja estadounidense, la creadora del programa de adiestramiento de perros en cárceles y quien trajo la propuesta a la Argentina.

Pero ¿qué podían tener que ver una monja estadounidense de casi 70 años con un nene de Chivilcoy? ¿En qué punto se unían sus historias?

Pauline había sido una niña maltratada por su papá, veterano de guerra. Era tan violento que ella solía escaparse de su casa y, con frecuencia, terminaba en una institución. “Tiene las marcas en el cuerpo, porque la encadenaban”, sigue Julio Cepeda, que ahora es el coordinador del programa de adiestramiento de perros en cárceles del Servicio Penitenciario Federal, “Huellas de esperanza”, y la conoce bien.

Pauline terminó en la calle y “un policía que debía cuidarla la violó y la dejó embarazada, tuvo que entregar a la bebé en adopción, perdió el habla por el trauma”, sigue Cepeda. La historia de la monja es el el corazón de la película “Alas de libertad”.

“Ella le prometió a dios que si la sacaba de esa situación iba a ayudar a otra gente que estuviera tan vulnerable como ella. Alguien le regaló un perro y ella, que seguía en situación de calle, empezó a espiar a través de un alambrado a los profesionales que adiestraban perros en una escuela cercana. Copió los comandos, terminó con cuatro perros de la calle y aprendió a adiestrarlos".

Después tomó los hábitos y decidió enseñarle el oficio a las mujeres presas. ¿Para qué? Para enseñarles a hacer algo por un desconocido y ayudarlas a reinsertarse en la sociedad.

Después de ese día de “amor a primera vista”, invitaron a Mati y a sus padres a la cárcel de Ezeiza, donde estaba Tango y uno de los presos que lo adiestraba. Le enseñaron a darle algunas órdenes y otra vez pasó algo que no esperaban: aunque suele demandar tiempo que los perros obedezcan a alguien más que a su adiestrador, Tango obedecía a Mati.

La despedida fue un drama: cuando terminaron de subir la silla de ruedas al auto se dieron cuenta de que el perro tenía medio cuerpo adentro.

“Tango se quedó triste, tenía la misma carita que ponen los nenes cuando se quedan llorando”, dice Lorena. La monja —que al principio había creído que Mati no necesitaba un perro de asistencia porque lo asistían sus padres— vio con sus propios ojos lo que pasaba entre ellos. En el tercer encuentro se lo llevaron.

Tango es uno de los 36 perros de asistencia que fueron entrenados por presos desde que nació “Huellas de esperanza”, hace 9 años. Matías fue el primer nene que se llevó a casa uno de ellos. El equipo está formado por presos en la etapa final de la condena, adiestradores caninos de la facultad de veterinaria de la UBA, una terapista ocupacional, una trabajadora social, un veterinario y una psicóloga.

Tango empezó a asistir a Mati de distintas maneras: le alcanzaba con la boca lo que se le caía, la toalla en el baño o lo ayudaba a sacarse la campera pero “como Mati había perdido el vínculo con otros chicos, se convirtió en su compañero”, dice la mamá.

Y se ríe: “Un día voy a la habitación y Mati dormía en una cama tapado y Tango dormía tapado en la otra. Le pregunto a mi marido: ‘¿vos lo tapaste?’. Y no, Tango se había acostado al lado, como si fuera su hermano, había tirado de la colcha con la boca y se había tapado solo. De repente, empecé a escuchar a mi hijo reírse otra vez. Tango lo ayudó a salir de la depresión”.

Hubo una tercera cirugía, a la que viajaron desde Chivilcoy con Tango sentado en el asiento trasero del auto. Y hace poco, producto de una descalcificación grave, Mati se fracturó las dos piernas. A su lado siguió estando su amigo. “Tango lo ayudó a fortalecer su autoestima, a sentirse seguro —agrega el funcionario penitenciario—. Lo ayudó a tomar decisiones mostrándole que, haga lo que haga, él va a estar siempre".

Hace un año y medio, recién recuperado de las fracturas, alguien invitó a Matías a jugar al tenis en silla de ruedas. Le fue tan bien que lo que siguió fue un llamado del CENARD (Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo), donde lo están entrenando para que participe en los Juegos Panamericanos Juveniles de 2021.

Todos volvieron a verlo entusiasmado, sonreír —Tango lo acompaña a entrenar, sale corriendo detrás de las pelotitas— pero los gastos de viajar 200 kilómetros y quedarse en un hotel de la Ciudad se volvieron impagables (viven con el sueldo del padre de Mati, que es técnico en una empresa de televisión por cable). Si no consiguen un sponsor, va a tener que dejar.


"Cuando estoy nervioso por una operación, cuando estoy enojado. Se sienta, me mira y me apoya la cara entre las piernas", contó Matías a Infobae.

Se escuchan los ladridos de Tango de fondo y quien toma el teléfono es Matías, que ya tiene 15 años. Se ríe, le da vergüenza ser entrevistado, después se anima.

"Tango se da cuenta de todo: cuando estoy triste, cuando estoy nervioso por una operación, cuando estoy enojado. Se sienta, me mira y me apoya la cara entre las piernas. Hoy capaz ya no necesito que me ayude a abrir una puerta, estoy más grande. Lo que nos quedó fue otra cosa. No sé, él es parte de mi familia, es mi compañero para siempre”.

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