La victoria de Javier Milei consolida un nuevo eje político impulsado por Donald Trump, con impacto directo en América Latina y tensiones globales crecientes.
11:12 | Sábado 01 de Noviembre de 2025 | La Rioja, Argentina | Fenix Multiplataforma
Las elecciones del pasado domingo fueron como cuando la pelota de tenis pega en el fleje y si cae de un lado u otro de la red define la suerte del punto, el set, el partido y el torneo. No sólo para la Argentina, sino para la transformación de la geopolítica regional que está en marcha por el impulso decisivo de Donald Trump.
Para el gobierno de Javier Milei, una derrota habría significado un golpe difícil de remontar. Iba a dejar casi abortado el proyecto más ambicioso de liberalización económica que se haya visto en América Latina en lo que va del siglo XXI. Sobre todo, porque el equilibrio político interno iba a dejar muy empoderado al kirchnerismo, no a fuerzas opositoras moderadas. Un kirchnerismo que llegó a los comicios sin la menor revisión de sus ejes programáticos.
Esa dicotomía tan fuerte es observada con atención en todo el mundo desde antes de la asunción de Milei. La pregunta que se hacen muchos desde hace dos años es si puede prosperar económica y políticamente un proyecto tan radicalmente pro mercado en un país conocido mundialmente por su estatismo. Algo de lo que habla muy seguido Scott Bessent, que no pasa un día sin fustigar a sus rivales demócratas acusándolos de peronistas.
Una derrota de Milei convertía el proceso en un simple experimento fallido y habría desalentado cualquier intento de reproducir el modelo en otras partes. Una victoria —una tan contundente— deja latente la posibilidad de que se esté creando un nuevo paradigma.
El experimento Trump–Rubio–Bessent
Pero mucho más importante que lo que pueda inspirar a favor o en contra Milei per se a partir del resultado del domingo, es que en las elecciones se puso a prueba el experimento Trump–Rubio–Bessent: una estrategia que pretende cambiar para siempre la fisonomía política de América Latina, combinando presión política, intervención económica y respaldo directo a los aliados en la región.
El plan, impulsado por Donald Trump, el secretario de Estado Marco Rubio y el secretario del Tesoro Scott Bessent, propone una presión máxima sobre los gobiernos considerados abiertamente hostiles —como el de Nicolás Maduro en Venezuela—, incluso sin descartar el uso de la fuerza militar. Por otro lado, plantea una intervención activa para sostener a los gobiernos amigos mediante apoyo financiero y político directo. El de Milei es un caso testigo.
Bessent, que dejó todo en la cancha para que Milei ganara, es el más convencido de ese método de intervención. La estrategia necesitaba una victoria argentina para consolidarse y ganar impulso. Una derrota, en cambio, habría obligado a moderar la ambición estadounidense y replantear la continuidad de esa línea en otros países. Por eso, el resultado electoral no fue solo una victoria de Milei: fue también —principalmente tal vez— una victoria de Trump y de su doctrina hemisférica.
El resultado fue celebrado abiertamente por funcionarios y aliados del oficialismo estadounidense. Trump publicó mensajes desde Japón y luego desde el Air Force One, en plena gira asiática, destacando el carácter “contundente” del triunfo y el papel que —según él mismo— desempeñó Estados Unidos. Replicó incluso a comentaristas que citaron las palabras de Juan Grabois, quien había denunciado una “elección intervenida” por la influencia norteamericana. Trump, lejos de desmentirlo, lo tomó como un elogio.
Trump respondió a las críticas internas que había recibido por su apuesta —especialmente de los demócratas— asegurando: “Milei nos hizo ganar dinero”. Es que los pesos comprados a bajo precio por el Tesoro ahora valen más, y los activos argentinos adquiridos entonces se revalorizaron tras la victoria electoral.
Bessent repitió la idea en varias declaraciones, afirmando que la intervención económica sobre el mercado argentino fue “una apuesta exitosa”. Un hecho curioso subraya el nivel de involucramiento: mientras Trump se encontraba en Seúl, en la cumbre de la APEC (Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico), donde mantuvo su primera reunión presencial con Xi Jinping en este mandato y rubricó un principio de acuerdo comercial clave entre Estados Unidos y China, Bessent —también presente allí— levantó el teléfono para felicitar a Milei y difundir mensajes sobre el “modelo argentino” como ejemplo de cooperación regional.
Empate en Seúl
Para el mundo, la cumbre entre Trump y Xi fue uno de los episodios del año a nivel geopolítico y económico. Ambos líderes sellaron una tregua temporal en la guerra de aranceles, en la que Estados Unidos levantó las restricciones a la exportación de microprocesadores hacia China, a cambio de mayores compras de soja y productos agrícolas norteamericanos.
El acuerdo generó distensión en mercados globales que sufrieron el impacto de los aranceles récord aplicados por Trump en abril y fue leído en Washington como un empate más que una victoria. Trump tuvo que levantar las medidas que había tomado contra China a cambio de que Xi le concediera cosas que eran parte del statu quo anterior. La mayor novedad es que se comprometió a darle acceso a sus preciadas tierras raras, pero para eso Trump tuvo que autorizar la venta de microchips de alta tecnología a China, algo que Biden había vedado.
Brasil, un interlocutor incómodo
El itinerario de Trump en Asia incluyó también una escala previa en Kuala Lumpur, donde se reunió con Luiz Inácio Lula da Silva. El encuentro, aunque diplomático, evidenció el choque de modelos entre ambos gobiernos. Brasil, integrado de lleno al bloque de los BRICS y con una relación privilegiada con China, se presenta como un socio complejo para Washington.
Durante la conferencia de prensa posterior, un periodista le preguntó a Trump por Jair Bolsonaro, y el presidente respondió con un lacónico “le tengo respeto y cariño”, antes de cortar el tema con un “no es asunto tuyo”. Lula, por su parte, calificó la reunión como “muy buena” y destacó que se abrieron canales para explorar una desescalada comercial, aunque las diferencias estructurales persisten.
A pesar de las tensiones, el gobierno estadounidense parece haber optado por una estrategia pragmática: evitar una confrontación directa con Brasil, consciente de que la influencia china en ese país es demasiado profunda. Trump sabe que un conflicto abierto podría enajenarlo aún más de su área de influencia.
Lula, en tanto, intenta mantener su margen de maniobra. Aunque Brasil no comparte la visión estadounidense sobre Venezuela ni sobre los BRICS, busca preservar sus vínculos comerciales con Washington, sabiendo que su economía depende en parte de ese equilibrio.
Horas decisivas en Venezuela
Mientras buscaba acuerdos con China y mantenía una relación cautelosa con Brasil, Estados Unidos intensificó su ofensiva contra el régimen de Nicolás Maduro. La política de “máxima presión” impulsada por Trump y su secretario de Estado Marco Rubio, dejó atrás cualquier intento de mediación diplomática. La única salida que Washington contempla hoy es la caída del régimen chavista.
En las últimas semanas, la administración estadounidense reforzó su presencia militar en el Caribe, con ejercicios conjuntos y despliegues navales frente a las costas venezolanas. Entre ellos se destaca la llegada del USS Gerald R. Ford, el portaaviones más grande de la flota norteamericana, junto a destructores equipados para operaciones anfibias. Uno de estos buques opera desde Trinidad y Tobago, país que se ha convertido en aliado clave en la lucha contra el narcotráfico y en las maniobras de presión sobre.
Los mensajes oficiales y extraoficiales apuntan a un escenario de preparación operativa. El exembajador estadounidense en Caracas, James Story, declaró recientemente que “Maduro tiene los días contados” y estimó que un ataque estadounidense “no debería demorar más de un mes”. El viernes algunos medios afirmaban que Trump ya había tomado la decisión de un ataque que podría producirse en días u horas, pero el Presidente lo desmintió.
En paralelo, se conoció el intento fallido de una exagente de inteligencia norteamericana de convencer al piloto de Maduro, el general Bitner Villegas, para entregarlo durante un vuelo, trasladándolo a un país aliado de Estados Unidos en el Caribe. El plan, que no prosperó, ilustra que Washington quiere que Maduro se vaya por su cuenta o por la traición de alguien de su círculo, no por una intervención militar directa. Sin embargo, hasta ahora el núcleo del poder en Caracas no se ha fracturado. El chavismo mantiene cohesión y control, aprendiendo el manual completo de supervivencia del castrismo.
Sangre y fuego en Río de Janeiro
El clima de tensión regional se intensificó esta semana por el operativo policial más letal de la historia de Río de Janeiro, con 121 muertos confirmados. La acción, dirigida contra el Comando Vermelho, la principal organización criminal de la ciudad, se concentró en la zona norte, en Complexo do Alemão y Penha, dos de las favelas más peligrosas del país. Según la Secretaría de Seguridad de Río, el operativo comenzó el martes por la madrugada y se extendió 15 horas. Las fuerzas especiales afirmaron haber abatido a 117 miembros del Comando Vermelho y perdido a cuatro policías. Organismos de derechos humanos, sin embargo, cuestionan el uso excesivo de la fuerza y denuncian posibles ejecuciones. Llamó la atención la aparición de algunos cuerpos decapitados entre los más de 70 que vecinos de las favelas bajaron de la Sierra de la Misericordia, el morro donde se produjeron los principales enfrentamientos.
El objetivo principal, la captura del líder criminal conocido como “Doca”, no se concretó. Su paradero sigue siendo incierto, y versiones no confirmadas lo ubican fuera del país. Por precaución, el gobierno argentino reforzó los controles fronterizos, ante el riesgo de movimientos de represalia o intentos de fuga de miembros de la organización.
El episodio volvió a poner en evidencia la fragilidad estructural de la seguridad en América Latina. Las fronteras porosas, las economías ilegales y la falta de coordinación regional siguen siendo terreno fértil para la expansión del crimen organizado. Más allá de los gobiernos, las dinámicas de violencia parecen consolidarse como un rasgo permanente del paisaje latinoamericano.
Genocidio silenciado
En el resto del mundo, el panorama no es mucho más alentador. En Medio Oriente, la frágil tregua entre Israel y Hamás volvió a romperse tras nuevos ataques del grupo terrorista y represalias israelíes sobre la Franja de Gaza. Hamas retiene aún los cuerpos de 11 rehenes israelíes, en una clara violación de lo pactado en Egipto.
Los clamores occidentales sobre la situación en Gaza contrasta con el silencio sobre el genocidio que se está produciendo en Sudán. En este país del noreste africano, una guerra civil desatada desde 2021 entre el Ejército regular y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF, por sus siglas en inglés) ha derivado en una catástrofe humanitaria. Solo en los últimos días se estima que unas dos mil personas fueron asesinadas en la región de Darfur, reeditando los horrores del genocidio ocurrido allí hace dos décadas.
Las RSF, compuestas por milicias árabes que participaron en las matanzas de Darfur a comienzos de los 2000, capturaron la ciudad de El Fasher, último bastión del ejército sudanés en la zona. Lo que siguió fue una limpieza étnica sistemática contra comunidades no árabes, especialmente el pueblo masalit. El más brutal de sus crímenes fue la masacre del Hospital Saudita de El Fasher, donde fusilaron una a una a 460 personas —entre pacientes, familiares y personal médico—. No atacaron creyendo que allí se escondían soldados enemigos. Sencillamente fueron a erradicar a todas las personas que allí se encontraban por no ser árabes. Ni siquiera hay una cuestión religiosa de por medio, ya que la gran mayoría son musulmanes.
Desde el inicio del conflicto, se estiman entre 15.000 y 30.000 muertos y más de ocho millones de desplazados internos. El caso sudanés expone con crudeza la jerarquía selectiva de la indignación internacional. Un genocidio de manual ocurre ante la indiferencia generalizada porque es en África y se produce entre musulmanes, sin que pueda acusarse de nada a ninguna potencia colonial. Para esos muertos no hay marchas, boicots ni flotillas.